Los duendes de las calles
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“El pobre de otros países sobrelleva una pobreza histórica y hereditaria: en la pobreza hay también sus mayorazgos (…) Nuestro pobre ha fracasado, ha hecho un intento frustrado. Tiene vergüenza y nosotros lo despreciamos. Cuando el pobre ha perdido la posibilidad de ganarse el pan, cuando rueda al siguiente círculo infernal de la desocupación, se convierte en un ser repulsivo; mientras con su trabajo obtiene al menos una parte del costo de su subsistencia y la de los suyos, forma todavía parte de la sociedad, y en aquellos tugurios que llamamos conventillos, vive. El otro, el que no tiene ninguna defensa, rueda a los bordes de la ciudad, fuera de la sociedad forma su sociedad.
(…)
“Tuvimos en Puerto Nuevo una de esas ciudades y sociedades marginales. Levantaron habitáculos de hojalata y madera, como los que veinte años antes vio Clemenceau por los barrios de Las Ranas y Nueva Pompeya, lo suficientemente amplios y altos para una persona sentada. A lo largo hubieran sido el ataúd. No eran las cuevas primitivas, cuando las ciudades no habían construido más que los sótanos; más bien eran una especie de caparazón de madera y cinc. Allí se incubaban enfermedades de todo género, como antes en la cárcel del Cabildo. Suponed lo que un millar o cinco millares de hombres arrancados a sus familias, desmembrados, pueden concebir en tal condición de existencia. Pensad en Job sin la santidad. Pensad lo que es la ciudad vista desde un sitio así, como pensáis lo que es un sitio así visto desde la ciudad; pensad lo que pueden ser todos los sentimientos y las ideas más nobles y el mismo Dios. Pues no era un pueblo de leprosos ni de ateos. Había quienes se persignaban antes de cerrar sus ojos y quienes auxiliaban a los demás con las hilachas de sus interrumpidos estudios de medicina. Estaban desplazados sin haber perdido su calidad de seres humanos. Había ingenieros, políglotos, abogados, artistas y oficiales de todos los oficios. Eran una civilización destruida. Como en otras partes del mundo, estos desventurados sin ocupación representaban un peligro continuo. No se vivía en paz existiendo ellos. La conciencia del ciudadano satisfecho fabricaba sueños de vigilia en que aparecían esgrimiendo fantásticas armas: zunchos, trozos de hierro, piedras, avanzando sobre la ciudad como en alguna invasión de perros rabiosos. Pesadilla a lo Brueghel. Iban a destruir la conciencia de los hombres satisfechos.
Un día, en vísperas de llegar el presidente de Brasil, Getulio Vargas, se resolvió aplicar una terapéutica freudiana a esos sueños. No se los vio más. El problema de la desocupación quedaba resuelto. Como sombras y fantasmas que no hubieran existido más que en la imaginación de la ciudad, desaparecieron. La ciudad pudo seguir despierta sin soñar aquella horrible pesadilla de la realidad”.
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