“En la coordinación de naturaleza y espíritu suele seguirse una jerarquía cósmica que considera la naturaleza como el cimiento, la materia primera o a medio elaborar y el espíritu como la cima y la corona, como actividad que imprime la forma definitiva. Pero la ruina invierte este orden, puesto que en ella el acabado producto espiritual sucumbe ahora a las mismas fuerzas que trazaron el perfil de la montaña y la ribera del río.
“El encanto fantástico y suprasensible de la pátina consiste en la misteriosa armonía por virtud de la cual el producto humano se embellece merced a una acción químico mecánica y la obra deliberada del espíritu se transforma por un efecto indeliberado e imprevisible en algo nuevo, en una unidad, a veces más bella que la primitiva.
“Si la potencia de la naturaleza dominando y venciendo a la obra de la humana voluntad puede ser motivo de fruición estética, ello obedece a que nunca han caducado los derechos y pretensiones de la naturaleza sobre la obra, por muy elaborada que ésta haya sido por el espíritu. La materia, las cualidades inmediatas siguen perteneciendo al mundo de la naturaleza, y cuando ésta recobra su señorío y empuña de nuevo el cetro no hace más que ejercer un derecho que hasta entonces no había reclamado, pero al que nunca había renunciado. Por eso las ruinas suelen actuar como un motivo trágico –pero no triste–; porque la destrucción no es un accidente sin sentido, que haya sobrevenido desde afuera, sino la realización de una tendencia que yacía recóndita en las más esenciales capas de la obra destruida.
“La ruina se funde e incorpora al paisaje circundante y forma uno con él, como el árbol y la piedra, mientras que el palacio, la “villa” y aun la casa del aldeano, por bien que concierten con el temple del paisaje, siempre proceden de otro orden de cosas y parece que sólo a posteriori entran en el de la naturaleza. En los edificios muy viejos, en pleno campo, pero, sobre todo, en las ruinas se observa a menudo una singular uniformidad de su colorido con el tono general del suelo en torno. La causa debe ser en algún modo semejante a la que determina el encanto de las viejas telas. Por muy heterogéneos que hayan sido sus colores en el estado de frescura, los largos y comunes destinos, la sequedad y la humedad, el calor y el frío, los roces exteriores y la descomposición interior que los han atacado durante siglos han llegado a producir una entonación uniforme, una reducción a un mismo común denominador cromático, que ninguna tela nueva puede imitar. Del mismo modo, también las influencias de la lluvia y de la luz, de la vegetación invasora y de las variaciones de temperatura han asimilado el edificio al colorido del paisaje circundante, sometido también a los mismos destinos. Esas influencias han rebajado sus líneas erguidas y contrapuestas, sumiéndolas en la unidad sosegada de la mutua compenetración”.
“El encanto fantástico y suprasensible de la pátina consiste en la misteriosa armonía por virtud de la cual el producto humano se embellece merced a una acción químico mecánica y la obra deliberada del espíritu se transforma por un efecto indeliberado e imprevisible en algo nuevo, en una unidad, a veces más bella que la primitiva.
“Si la potencia de la naturaleza dominando y venciendo a la obra de la humana voluntad puede ser motivo de fruición estética, ello obedece a que nunca han caducado los derechos y pretensiones de la naturaleza sobre la obra, por muy elaborada que ésta haya sido por el espíritu. La materia, las cualidades inmediatas siguen perteneciendo al mundo de la naturaleza, y cuando ésta recobra su señorío y empuña de nuevo el cetro no hace más que ejercer un derecho que hasta entonces no había reclamado, pero al que nunca había renunciado. Por eso las ruinas suelen actuar como un motivo trágico –pero no triste–; porque la destrucción no es un accidente sin sentido, que haya sobrevenido desde afuera, sino la realización de una tendencia que yacía recóndita en las más esenciales capas de la obra destruida.
“La ruina se funde e incorpora al paisaje circundante y forma uno con él, como el árbol y la piedra, mientras que el palacio, la “villa” y aun la casa del aldeano, por bien que concierten con el temple del paisaje, siempre proceden de otro orden de cosas y parece que sólo a posteriori entran en el de la naturaleza. En los edificios muy viejos, en pleno campo, pero, sobre todo, en las ruinas se observa a menudo una singular uniformidad de su colorido con el tono general del suelo en torno. La causa debe ser en algún modo semejante a la que determina el encanto de las viejas telas. Por muy heterogéneos que hayan sido sus colores en el estado de frescura, los largos y comunes destinos, la sequedad y la humedad, el calor y el frío, los roces exteriores y la descomposición interior que los han atacado durante siglos han llegado a producir una entonación uniforme, una reducción a un mismo común denominador cromático, que ninguna tela nueva puede imitar. Del mismo modo, también las influencias de la lluvia y de la luz, de la vegetación invasora y de las variaciones de temperatura han asimilado el edificio al colorido del paisaje circundante, sometido también a los mismos destinos. Esas influencias han rebajado sus líneas erguidas y contrapuestas, sumiéndolas en la unidad sosegada de la mutua compenetración”.
Detalle del texto
Título | Las ruinas |
Autor | Georg Simmel |
Fecha | - |
Fuente | Filosofía de la coquetería, Revista de Occidente, 1924, p. 218-223. |
Créditos | - |
Zona | - |
Tema | - |
Medio | Texto teórico |
Categoría | Ruina |
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