“Por naturaleza entendemos la conexión sin fin de las cosas, el ininterrumpido producir y negar de formas, la unidad fluyente del acontecer que se expresa en la continuidad de la existencia temporal y espacial. Si designamos algo real como naturaleza entonces mentamos o bien una cualidad interna, su diferencia frente al arte y lo artificial, frente a lo ideal y lo histórico, o bien el hecho de que debe valer como representante y símbolo de aquel ser-global, el hecho de que escuchamos susurrar su corriente en él. “Un trozo de naturaleza” es realmente una contradicción interna; la naturaleza no tiene ningún trozo, es la unidad de un todo, y en el instante en que algo se trocea a partir de ella no es ya naturaleza, puesto que precisamente sólo puede ser “naturaleza” en el interior de aquella unidad sin fronteras, sólo como ola de aquella corriente global.
Pero precisamente la delimitación, el estar comprendido en un horizonte visual momentáneo o duradero, es absolutamente esencial para el paisaje; su base material o sus trozos aislados pueden ser tenidos, sin duda alguna, por naturaleza, pero representada como paisaje exige un ser-para-sí quizás óptico, quizás estético, quizás conforme al sentimiento, una exención singular y caracterizante a partir de aquella unidad indivisible de la naturaleza en la que cada trozo sólo puede ser un punto de tránsito para las fuerzas totales de la existencia. Ver como paisaje un trozo de suelo con aquello que está sobre él significa considerar, por su parte, un recorte de la naturaleza como unidad, lo que es completamente ajeno al concepto de naturaleza.
El hecho espiritual con el que el hombre conforma un círculo de fenómenos en el marco de la categoría “paisaje” me parece ser ésta: una visión cerrada en sí experimentada como unidad autosuficiente, entrelazada, sin embargo, con un extenderse infinitamente más lejano, que fluye ulteriormente, comprendida entre fronteras que no existen para el sentimiento del Uno divino, de la totalidad de la naturaleza, que habita debajo, en otro estrato. Las autopuestas barreras del correspondiente paisaje son bañadas y deshechas constantemente por aquélla; éste, el paisaje separado y autonomizado es espiritualizado por el oscuro saber sobre esta conexión infinita.
(…)
“Las religiones de los tiempos más primitivos me parece que manifiestan un sentimiento especialmente profundo hacia la “naturaleza”. Sólo la sensación de la imagen específica “paisaje” ha nacido posteriormente, y en verdad porque su creación exige un despegarse de aquel sentir unitario en su totalidad. La individualización de las formas de la existencia, internas y externas, la disolución de las originarias sujeción y ligazón en existencias propias diferenciadas; esta gran fórmula del mundo postmedieval también nos ha permitido contemplar por primera vez el paisaje a partir de la naturaleza. No hay que sorprenderse de que ni la Antigüedad ni la Edad Media tuvieran sentimiento alguno del paisaje; precisamente el objeto mismo aún no existía en aquella firmeza anímica y transformabilidad autónoma, cuy logro final confirmó entonces y, por así decirlo, capitalizó el surgimiento de la pintura paisajista”.
Pero precisamente la delimitación, el estar comprendido en un horizonte visual momentáneo o duradero, es absolutamente esencial para el paisaje; su base material o sus trozos aislados pueden ser tenidos, sin duda alguna, por naturaleza, pero representada como paisaje exige un ser-para-sí quizás óptico, quizás estético, quizás conforme al sentimiento, una exención singular y caracterizante a partir de aquella unidad indivisible de la naturaleza en la que cada trozo sólo puede ser un punto de tránsito para las fuerzas totales de la existencia. Ver como paisaje un trozo de suelo con aquello que está sobre él significa considerar, por su parte, un recorte de la naturaleza como unidad, lo que es completamente ajeno al concepto de naturaleza.
El hecho espiritual con el que el hombre conforma un círculo de fenómenos en el marco de la categoría “paisaje” me parece ser ésta: una visión cerrada en sí experimentada como unidad autosuficiente, entrelazada, sin embargo, con un extenderse infinitamente más lejano, que fluye ulteriormente, comprendida entre fronteras que no existen para el sentimiento del Uno divino, de la totalidad de la naturaleza, que habita debajo, en otro estrato. Las autopuestas barreras del correspondiente paisaje son bañadas y deshechas constantemente por aquélla; éste, el paisaje separado y autonomizado es espiritualizado por el oscuro saber sobre esta conexión infinita.
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“Las religiones de los tiempos más primitivos me parece que manifiestan un sentimiento especialmente profundo hacia la “naturaleza”. Sólo la sensación de la imagen específica “paisaje” ha nacido posteriormente, y en verdad porque su creación exige un despegarse de aquel sentir unitario en su totalidad. La individualización de las formas de la existencia, internas y externas, la disolución de las originarias sujeción y ligazón en existencias propias diferenciadas; esta gran fórmula del mundo postmedieval también nos ha permitido contemplar por primera vez el paisaje a partir de la naturaleza. No hay que sorprenderse de que ni la Antigüedad ni la Edad Media tuvieran sentimiento alguno del paisaje; precisamente el objeto mismo aún no existía en aquella firmeza anímica y transformabilidad autónoma, cuy logro final confirmó entonces y, por así decirlo, capitalizó el surgimiento de la pintura paisajista”.
Detalle del texto
Título | Filosofía del paisaje |
Autor | Georg Simmel |
Fecha | - |
Fuente | El individuo y la libertad, 1986, pp. 175-177. |
Créditos | - |
Zona | - |
Tema | - |
Medio | Texto teórico |
Categoría | - |
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